jueves, 4 de septiembre de 2008

ROMA Y EL URINARIO DE MARCEL DUCHAMP

El turista accidental ha visitado, parsimoniosamente, las “stanze” de Rafael y el apartamento Borgia en los Museos Vaticanos antes de permanecer durante dos horas en la Capilla Sixtina; ha recorrido el palacio Altemps, donde se hallan el Trono Ludovisi y el Gálata Suicida; ha vuelto una y otra vez, hasta seis, a contemplar la Pietà de Miguel Ángel en la basílica del Vaticano; ha ido tres tardes, de 17 a 19 horas, a recrearse ante el Rapto de Proserpina, de Bernini y ante la estatua de Paulina Bonaparte, de Canova, en la deslumbrante Galería Borghese; ha retornado, semana tras semana, al Campidoglio y ha recorrido sin prisas los Museos Capitolinos. Ha visitado los arcos romanos de los Foros; ha subido cuatro veces, desde el Coliseo, a contemplar, atónito, el Moisés de Miguel Ángel en la iglesia de San Pietro in Vincoli. Se ha detenido, petrificado, ante el retrato de Inocencio X, de Velázquez, en la Galería Doria Pamphili; ha visitado, en la iglesia de San Luis de los Franceses, la capilla de San Mateo, donde se encuentran algunas obras cumbre del Caravaggio; ha entrado en San Ivo de la Sapienza; se ha detenido, asombrado ante el retrato de la Fornarina…
Durante semanas, se ha llenado los ojos de belleza. Piensa que en ningún sitio se concentra tanta hermosura. En piedra y en tela. En mármol y en bronce. En los techos, en las paredes, en los suelos. Cree, ingenuo, que esas docenas de palacios y villas, ese centenar de iglesias, ese millar de esculturas y esos miles de pinturas constituyen la mayor concentración, sin contar con los incunables de las bibliotecas, de arte realizado por los hombres.
De vez en cuando, se sienta en una de las innumerables plazas de Roma. Necesitan sus ojos descansar de vez en cuando para poder seguir registrando – no lleva máquina de fotos – en su cuaderno de bitácora este detalle sobre el claroscuro, aquel pliegue de las ropas mojadas, aquel dato sobre tal o cual emperador, sobre este cardenal o aquel Papa; mientras observa a los turistas apresurados, prepara en su cuaderno de bitácora las visitas de las tardes siguientes: la iglesia del Gesù, Santa María in Transtevere y Santa Cecilia, Santa María Maggiore…
Un día, en una de esas tardes novembrinas, abre con desgana las páginas de La Repubblica y lee sin asombro – la mayoría habla de Berlusconi - que algunas docenas de directores de museos, de profesores de historia del arte y de críticos de arte de revistas y periódicos han decidido que el Urinario masculino, de Marcel Duchamp, es la obra de arte más influyente del siglo XX. El turista accidental, que descansa, claro, en el Tre Scalini de la Plaza Navona, rastrea en el artículo, a toda página, las razones de esa elección. Sabe, desde hace lustros, la historia de la exposición, la retirada de la obra, la una y mil veces repetida rebatiña de los dadaístas sobre los objetos de la vida cotidiana en los libros que narran la estupidez de las vanguardias…El nombre que “el artista” (¡artista, que eres un artista!) le puso al artefacto, Fuente, le hace levantar la vista a la fuente de los ríos, de Bernini, que tiene ante sus ojos y recuerda las fuentes de las plazas de Roma que ha recorrido en las últimas semanas y de su boca empiezan a salir imprecaciones irreproducibles sobre los dadaístas.
Ya calmado, cierra el periódico y baja a los servicios. Mira y remira la fuente, igual a otras cien mil en las que ha orinado y orinará. Paga la cuenta y se encamina, ajeno a los críticos, ajeno a los especialistas, al Palacio Máximo. Le esperan de nuevo, y van cuatro, la Nióbide herida, la Afrodita sentada, el discóbolo Lancellotti, las Villas de Livia y de la Farnesina…Tira el periódico a una papelera. Y piensa en las cabezas de esos muchachos que leerán, en sus libros de texto, que el arte empieza con un urinario.
Y cuando todos los alumnos y todos los turistas y todos los críticos, ya convertidos en turistas interactivos, abarroten los Museos del siglo XXI hechos por Calatrava donde se expongan miles de urinarios, vacas o corderos abiertos en canal, camas desechas, mierdas de artistas o raspas de sardina, el turista accidental piensa que tendrá todo el tiempo del mundo y todo el silencio para sentarse durante horas en las salas de la Galería Borghese y en la sola compañía de un cura envejecido contemplará el esplendor de las iglesias de San Andrés del Valle y de San Ignacio. En completa soledad. Como lo ha hecho esta vez. Y el turista accidental sonríe al fin y da las gracias, con un rictus de sorna, a Marcel Duchamp y a los once mil críticos.

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