jueves, 11 de septiembre de 2008

LA LÍNEA ASCENDENTE

Cuentan las desdentadas historias de la literatura griega clásica que después de Esquilo y Sófocles, que habían tratado en sus obras sobre los dioses, la patria y los héroes, el teatro griego, ya democrático, decidió ocuparse de los hombres. Y aparecieron la comedia y la risa. Los ilotas y el pueblo se reían de Sófocles, y el filósofo se convirtió en motivo de cachondeo. Años después, todavía se seguían riendo del hijo de la partera en las comedias subvencionadas de Aristófanes en los circos, en los teatros, en los anfiteatros por las consecutivas dictaduras. Luego, en una línea ascendente, vinieron el pan y el circo, y Calígula y su famoso caballo consular. Los esclavos y el pueblo seguían riendo. Veinte siglos después, causa espanto constatar el hecho de que algunos propagadores de la consigna escuela y despensa, una sinécdoque de pan y circo, engrosasen los presuntos partidos políticos serios con un montón de gladiadores y dedicasen tantos recursos a la comedia, a la risa.
No se puede competir con los gladiadores. No se puede, en nombre de la cultura, darle alas al populismo. No se puede abandonar la biblioteca, la reflexión y el silencio, predicar la ignorancia y el sentimentalismo desde los escaños de las silenciosas bibliotecas y echarle la culpa al pueblo, al verdadero no al idealizado, al realmente existente. Máxime si uno ha estado durante décadas en la nómina del dueño del circo.
El resultado, lo sabía cualquiera, era que no habría nada más importante que el circo. Da igual cómo lo nombren o lo renombren en las escuelas parisinas o milanesas. Es circo. Nunca, ni en tiempos de Roma, hubo tantos circos, teatros, anfiteatros. Nunca, ni en tiempos de César, tuvieron tanto poder los gladiadores. Al menos, éstos no engañan. Se han hecho de oro dando vueltas al ruedo, cantando, actuando, llenando los estadios, arrasando en los conciertos. En Europa hay más de 200.000 cómicos, juglares, deportistas, gladiadores, ocupando puestos de concejales, de asesores culturales en los partidos tenidos como serios.
Y, millonarios, han comprado el circo. (Muchos portavoces de los gobiernos llamados serios forjaron su carrera política en la prensa rosa o deportiva). Era sólo cuestión de tiempo el que los dueños del circo, los antiguos gladiadores, se dieran cuenta de que la llamada cultura del entretenimiento se había convertido en la única cultura. Y algo más: que el circo era, de hecho, como ya supo Julio César, la única política.
Una muchedumbre de los viejos políticos serios y de sus asesores filosófico-culturales se han despertado ahora como arrebatados rasgadores de vestiduras ante el triunfo de los gladiadores. Tal vez, su sueño de la cultura no fuera sino presentar un espacio de televisión o ser un gladiador. O el gerente del circo; no son ni siquiera verosímiles sus citas, ya tardías, de Baruch de Spinoza, arrojado a las tinieblas exteriores por añejas dictaduras. No es de recibo la crítica del populismo cuando han sido ellos los que, ignorantes de la gran cultura, se entregaron con pasión al sentimentalismo.
Así pues, ojo con los nuevos ideólogos del otoño. Regresan pletóricos del circo veraniego. Y traen las alforjas repletas de las viejas metáforas que alimentan el nuevo populismo. No los compadezcan, pues. No se crean sus lágrimas de cocodrilo. Por fin, van a hacer realidad el sueño teórico de su vida: la dictadura del proletariado no era la lucha final. El último peldaño era la dictadura de la cultura de los gladiadores. El circo. Al fin y al cabo, la única cultura, la única política que conocen bien. La suya.

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