sábado, 25 de octubre de 2008

PALABROLANDIA XIX

3.330 desempleados al día
Apocalipsis financiero
Cambio de ciclo
Capitalismo financiero
Crack bursátil
Crisis sistémica
El fin del capitalismo
Inyectar liquidez en el sistema
La burbuja inmobiliaria (Verbo: pinchar)
Nacionalizar la banca
Préstamos interbancarios
Un millón más de desempleados

jueves, 16 de octubre de 2008

UN LIBRO QUE NO DEBEN LEER

Un joven doctorado llega al Caltech, al Instituto Tecnológico de California, y allí le asignan un despacho junto al Premio Nobel Richard Feynman, ya amenazado de muerte por el cáncer. El libro recoge algunas conversaciones grabadas entre el joven doctor en óptica cuántica y el creador de unos famosos diagramas que revolucionaron la mecánica cuántica, amén de uno de los libros de divulgación científica más divertidos que he leído nunca (¿Está usted de broma, señor Feynman?). El libro, El arco iris de Feynman, de Leonard Mlodinow (Drakontos, Crítica, 2004), es una lección magistral, no sólo porque recoge la libertad de pensar y crear en una institución mítica del pensamiento científico contemporáneo, el Caltech, sino porque con los recuerdos de Mlodinow y con algunas transcripciones de algunas de aquellas conversaciones se construye un magisterio científico y espiritual, una excelente lección de vida.
Junto a un brillante resumen de los problemas de la física cuántica en el siglo XX, se nos plantea la existencia de dos corrientes, la babilónica y la griega (Feymnan frente a Murray Gell –Mann, otro Premio Nobel y también excelente divulgador de la nueva física), la mirada que se dirige a los fenómenos y la que se centra en el orden subyacente. Instinto e intuición, sin atender al rigor y la justificación, frente a la búsqueda de la clasificación de la naturaleza bajo un orden matemático.
Es, además, una lección de cultura científica, de planteamiento político. La institución privada que es el Caltech no ha sido sólo un vivero de Premios Nobel sino que, apartado de todos y casi apestado, allí sobrevive un postdoc como John Schwatz, protegido por Murray Gell – Mann, interesado a la sazón en una teoría del campo unificado que trabaja, como si fuera un poeta intuitivo, en un universo de nueve dimensiones y que, a los pocos años, conseguirá imponer el modelo teórico conocido como la teoría de las cuerdas.
Y en las conversaciones entre Feynman y el discípulo se oyen, amén de divulgaciones excelentes sobre las cuatro fuerzas centrales de la naturaleza, agudas e interesante teorías sobre la sequía intelectual, sobre la maduración científica, sobre el arte, sobre la enfermedad, sobre la mirada científica, sobre las formas de mirar, sobre las preguntas y las formas de hacerse preguntas, sobre el orgullo intelectual, sobre el poder de la física, sobre su visión de la diferencia entre lo que él llama imaginación artística e imaginación científica (pp. 140-141).
Ahora que parece que nos encontramos en un universo monocolor de I+D+I, es un chorro, no un soplo, es un chorro, repito, de aire fresco ver cómo funciona la mente de un hombre como Feynman, acosado, además, por un cáncer terminal y cuya muerte se nos describe con la misma grandeza y sencillez de la muerte de Sócrates. Después de haberle mostrado al discípulo novato que, ante la contemplación de un arco iris trataba de estar a la altura matemática del admirado maestro y repetía lo de la sección de cono, los colores del espectro y otras menudencias, que él, Feynman, un babilónico, creía que a Descartes le inspiró la teoría el hecho de que el arco iris era, sobre todo, bello. Ah, los griegos.
Por todo ello, les recomiendo que no lean el libro. Especialmente a las autoridades políticas y científicas. No vaya a ser que copien la idea de una institución privada (o pública, tanto da) dedicada a la alta investigación; no vaya a ser que sea posible que un director de departamento te convoque al despacho para conocerte y te espete en la primera reunión: “Explore, doctor Mlodinow. Aprenda lo que está haciendo la gente. Quedará sorprendido y, así lo espero, estimulado. A partir de hoy usted también forma parte de nuestra gran tradición intelectual. [...] Usted es un agente libre. No tiene que rendir cuentas a nadie sino a usted mismo…Usted tiene la palabra. Le damos libertad porque hemos juzgado que usted es lo mejor de lo mejor y confiamos en que con esta libertad hará cosas grandes.”

ESPAÑOL PARA EXTRANJEROS

Cocreta
Dos leuros
Grabiel
Lahfota. (Vulgo escrito: Las botas)
Nos vemos. Venga.
Se los juro.
Ulogio

domingo, 12 de octubre de 2008

CONTRA LA LLANEZA XX

Los rugidos de las diversas farándulas no se han mitigado, todavía permanecen vivos varios prejuicios contra el hablar y el escribir bien. La lista es innumerable: el desprestigio social del esfuerzo; la teoría que afirma que, si Dios hubiera querido que los hombres escribieran, hubieran salido escribiendo del útero; el prestigio de las mayorías – si la mayoría no sabe escribir, la mayoría tiene razón -; la concepción vulgar del escribo como hablo; el desdén por el cultismo, por los lenguajes de las ciencias y de las técnicas…
Tampoco es novedosa la concepción actual, la más prestigiosa, de la búsqueda de la regresión. La que afirma sin rubor que lo inexpresable es más perfecto y hondo que el lenguaje. Nadie parece haber meditado sobre una obviedad: es el lenguaje el que decide qué es inexpresable, qué dice la mirada de un perro. Es el lenguaje el que concede significado, incluso, al silencio de Dios.
La teoría comunicativa, imposición del mercado de la prisa que jalea la propaganda de lo fácil es un síntoma de la incapacidad de manejar los mil y un detalles de la lengua. Masticar el hambre. Llenarse la boca de banalidades, apartadas por resquemor las “delicatessen”.
Otro tanto sucede con el desprecio por el cultismo, con el desdén por los tecnicismos. Quienes conocen bien la lengua española se dan cuenta de que una manada de anglicismos puede desbaratar el ámbito en el que viven y se expresan algunas decenas de millones de personas. Pero no sería la primera vez, como sucedió en el siglo XIX, que el populismo lingüístico escondiera un miedo cerval a las renovaciones científicas y a las revoluciones sociales. Para que se me entienda en castellano derecho: no se trataba tanto de luchar contra el galicismo cuanto de evitar que se leyera a Voltaire. No hace tanto tiempo que fueron considerados como galicismos y, por ende, combatidos como enemigos de España y de su lengua las palabras y los significados nuevos de cultismos de origen grecolatino como telescopio, electricidad, filósofo, civilización, cultura, botánica, higiene, microbio, materialismo, servicio público, población activa, legislación, biología, manufactura, comercio, Tesoro Público, ciudadano, Constitución, revolución política, Derechos del Hombre y del Ciudadano, gobierno constitucional, nivel económico, consumo, libertad de imprenta, libertad de conciencia, tráfico, crítica, industria… Esas palabras, dijeron, atacaban al español clásico, ensuciaban la lengua, corrompían los espíritus.
No es cierto que el buen hablar y el escribir bien sea una conjura contra los débiles o los pobres. Esa afirmación, contra la opinión demagógica mayoritaria, sólo perjudica, precisamente, a la mayoría, a la que se mantiene alelada con prejuicios naturalistas, a la vez que nos acerca, paso a paso, a una regresión cuyos modelos son, a lo que parece, las moscas del vinagre y los primates.
N.B. Un viejo relato, tal vez apócrifo, reflejaba muy bien el desdén del que he hablado. Un sargento chusquero ordenaba que los reclutas que supieran lenguas dieran un paso adelante en la formación. Cuatro o cinco soldados se destacaban. Entonces, con voz de trueno, el sargento apostillaba: “Pues encargaros (sic) de los cerdos, que yo llevo varios años con ellos y todavía no los entiendo”. Una estentórea carcajada recorría el patio del cuartel. Una carcajada que escondía una hidalga y enciclopédica ignorancia. Ahora que los sargentos españoles hablan inglés en Irak, en Bosnia, en la OTAN, los nuevos reaccionarios propagan que lo que está codificado es un signo de desequilibrio. Nunca entenderán que el ocio, el orgullo y la arrogancia han prestado a los hombres independencia y autodisciplina. Y que el lenguaje culto es el único en el que las palabras autónomas y no mutiladas prometen a los seres libres pronunciarlas sin rencor.
( Theodor W. Adorno, Minima moralia, II, 64).