domingo, 12 de octubre de 2008

CONTRA LA LLANEZA XX

Los rugidos de las diversas farándulas no se han mitigado, todavía permanecen vivos varios prejuicios contra el hablar y el escribir bien. La lista es innumerable: el desprestigio social del esfuerzo; la teoría que afirma que, si Dios hubiera querido que los hombres escribieran, hubieran salido escribiendo del útero; el prestigio de las mayorías – si la mayoría no sabe escribir, la mayoría tiene razón -; la concepción vulgar del escribo como hablo; el desdén por el cultismo, por los lenguajes de las ciencias y de las técnicas…
Tampoco es novedosa la concepción actual, la más prestigiosa, de la búsqueda de la regresión. La que afirma sin rubor que lo inexpresable es más perfecto y hondo que el lenguaje. Nadie parece haber meditado sobre una obviedad: es el lenguaje el que decide qué es inexpresable, qué dice la mirada de un perro. Es el lenguaje el que concede significado, incluso, al silencio de Dios.
La teoría comunicativa, imposición del mercado de la prisa que jalea la propaganda de lo fácil es un síntoma de la incapacidad de manejar los mil y un detalles de la lengua. Masticar el hambre. Llenarse la boca de banalidades, apartadas por resquemor las “delicatessen”.
Otro tanto sucede con el desprecio por el cultismo, con el desdén por los tecnicismos. Quienes conocen bien la lengua española se dan cuenta de que una manada de anglicismos puede desbaratar el ámbito en el que viven y se expresan algunas decenas de millones de personas. Pero no sería la primera vez, como sucedió en el siglo XIX, que el populismo lingüístico escondiera un miedo cerval a las renovaciones científicas y a las revoluciones sociales. Para que se me entienda en castellano derecho: no se trataba tanto de luchar contra el galicismo cuanto de evitar que se leyera a Voltaire. No hace tanto tiempo que fueron considerados como galicismos y, por ende, combatidos como enemigos de España y de su lengua las palabras y los significados nuevos de cultismos de origen grecolatino como telescopio, electricidad, filósofo, civilización, cultura, botánica, higiene, microbio, materialismo, servicio público, población activa, legislación, biología, manufactura, comercio, Tesoro Público, ciudadano, Constitución, revolución política, Derechos del Hombre y del Ciudadano, gobierno constitucional, nivel económico, consumo, libertad de imprenta, libertad de conciencia, tráfico, crítica, industria… Esas palabras, dijeron, atacaban al español clásico, ensuciaban la lengua, corrompían los espíritus.
No es cierto que el buen hablar y el escribir bien sea una conjura contra los débiles o los pobres. Esa afirmación, contra la opinión demagógica mayoritaria, sólo perjudica, precisamente, a la mayoría, a la que se mantiene alelada con prejuicios naturalistas, a la vez que nos acerca, paso a paso, a una regresión cuyos modelos son, a lo que parece, las moscas del vinagre y los primates.
N.B. Un viejo relato, tal vez apócrifo, reflejaba muy bien el desdén del que he hablado. Un sargento chusquero ordenaba que los reclutas que supieran lenguas dieran un paso adelante en la formación. Cuatro o cinco soldados se destacaban. Entonces, con voz de trueno, el sargento apostillaba: “Pues encargaros (sic) de los cerdos, que yo llevo varios años con ellos y todavía no los entiendo”. Una estentórea carcajada recorría el patio del cuartel. Una carcajada que escondía una hidalga y enciclopédica ignorancia. Ahora que los sargentos españoles hablan inglés en Irak, en Bosnia, en la OTAN, los nuevos reaccionarios propagan que lo que está codificado es un signo de desequilibrio. Nunca entenderán que el ocio, el orgullo y la arrogancia han prestado a los hombres independencia y autodisciplina. Y que el lenguaje culto es el único en el que las palabras autónomas y no mutiladas prometen a los seres libres pronunciarlas sin rencor.
( Theodor W. Adorno, Minima moralia, II, 64).

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